sábado, 9 de enero de 2016

Trompita de elefante y mierda en bote.

Arturo y Leo, que hace girar un engendro plástico hecho por mi a base de bridas y pajitas.
  

  Bueno, pues sí, también tengo días de mierda. Cuando estos días aparecen vienen a comerse toda la energía, las ganas, el entusiasmo. También sé que pasará y volveré a estar como casi siempre, bien, entregada a la vida sin reservas, o cada vez con menos reservas. Pero hoy es así, un día cabrón. Empezó porque ya me levanté mal, había tenido un sueño muy raro que me provocó desazón, me salía una trompita de elefante que se movía con sus orificios nasales, pequeña, como un dedo meñique, y además salía de mi nariz. Era raro y no me molaba demasiado. Me levanto pensando en por qué soñaré siempre cosas tan raras, y además como son sueños tan vívidos, me cuesta bastante desprenderme de la sensación que tenía en ellos, sea cual sea (a veces para bien, pero normalmente para mal) y en este caso era de una rareza un poco asquerosa. Y Leo además tiene conjuntivitis, está pesado como un día de aire (como el día de hoy, ya puestos), no hemos ido a la piscina, lenguaje menos de cero y además la obsesión con las bridas y los palos lo desconecta del planeta (no habitualmente pero sí si está cansado, más agobiado o lo que sea) y nos juntamos los dos él con su desconexión y yo con mi macro rabia, y sin poder evitar hacer comparaciones y sintiéndome como una puta mierda pinchada en un sucio y puntiagudo palo. Queriendo que las cosas sean diferentes, creyendo en una realidad paralela en la que Leo es un niño normal, como si viviéramos en una especie de pesadilla (también muy vívida) de la que no sé despertarme. Y sin saber qué va antes, si el huevo o la gallina. Si mi desconexión o la suya, si mi agobio o el suyo. El vínculo que tenemos, que es el mismo que si fuera un bebé, provoca este tipo de situaciones más habitualmente de lo que sucedería si el niño fuese neurotípico. Yo soy una extensión de su cuerpo y su alma, y él, pues claro, también lo es del mío y de la mía, porque pese a sus tres años y medio y sus veintitrés kilos de peso, sigue siendo un bebé. Inocente y con escasos aunque efectivos recursos para comunicar sus necesidades básicas, poco más.

     Siempre he sido una mujer con una gran capacidad de huida. Con recursos para deshacerme de todo lo que ha implicado responsabilidad, horarios, rutinas... de todo lo que de alguna manera significaba para mi un aburrimiento, o me daba miedo porque no sentía que estuviera capacitada, o exigía de mi más de lo que me apetecía dar, siempre con más miedo al éxito que al fracaso (sí, amigos, ni tan siquiera yo sé cómo se come eso) No veo esto como algo negativo, aunque todo tiene sus dos caras, y así como he sido capaz de dejar un trabajo porque me abrumaba demasiado emocionalmente (y he sido capaz de hacerlo, lo que creo es positivo) al mismo tiempo en la cara B sonaba la canción de "a lo mejor si hubiera aguantado un poco más podría tener una profesión en la que sentirme realizada a nivel laboral y personal, pero me cagué de miedo" Y bueno, hay personas que viven cagadas de miedo y siguen,  continúan ahí sin que se les pase, siempre asi. Viven en él. Yo no, yo tengo miedo y salgo corriendo. O lo supero, pero en todo caso me deshago de él. Del obstáculo, de lo que me supone un problema. Siempre lo he hecho, y bueno, cobardes o listos, eso ya es otro cantar. Siempre que he estado en una situación dificil sabía que de algún modo u otro acabaría porque yo le pondría fin o porque caería por su propio peso. Siempre que he sentido que me iba a morir por una enfermedad tipo cáncer o sida (por mi terrible y graciosa hipocondría, que tanta gracia le hacía a mi amigo G. que ya se murió y se partiría el culo si supiera que al poco de morirse él yo estaba segura también de tener leucemia) he dado el paso de ir al médico (que tanto me cuesta) y me he hecho analisis o citologías y pruebas de sida y pruebas de todo y sale bien y se acabó. A otra cosa, neurosis de libro.

     Ahora no puedo huir. No puedo salir de aquí. Y  es como si mi cerebro estuviera esperando el momento en que termine todo. El momento en que ya por fin Leo se ponga a hablar y a jugar con normalidad con los objetos, como hacía cuando era pequeño y dejó de hacer hace un año y dos meses, y veamos que no tiene autismo y ya todo se normalice. Que termine esto ya ¿no? Que vuelva a decir palabras, que intente "arreglar" el caballito de madera con una llave Allen. Que señale la luna y  diga "lejos". Ya está bien, por favor, volvamos a dónde estábamos antes. Nos hemos desviado, nos hemos dormido, qué pasa aquí.  Y no puedo huir, no puedo salir de aquí y no me malinterpretéis, tampoco quiero hacerlo. Esta situación no tiene nada que ver con ninguna de las enfrentadas en el pasado, y por ello se hace imposible seguir utilizando el mismo mecanismo. El amor que siento es insuperable, insalvable, completamente blindado. Nada de lo aprendido, por efectivo que fuera, sirve. Y creo que no lo estoy haciendo nada mal, lo que de quedarme, lo de no tener miedo, lo de abrir los brazos a una vida que como la de todos los demás, acabará. Prefiero vivirla de frente. Supongo que esto es madurez, esa palabra tan pocha, pero ay estos días tontos y necios. 

"Quedamos los que puedan sonreir, en medio de la muerte, en plena luz."

2 comentarios:

  1. Me encanta tu blog!!! Te descrubi hace poco y me gusta mucho la claridad con la que cuentas las cosas,yo también tengo una niña con autismo de la misma edad y al leerte a ti parece como si yo misma me estuviese desahogando,veo q compartimos los mismos sentimientos tanto los malos como los buenos.
    Muchas gracias por lo que escribes, por lo menos a mi me ayudas ��

    ResponderEliminar

Gracias por venir. : )